dissabte, 20 de gener del 2018
UNA DIVERTIDA HISTORIA SOBRE EL RUIDO Y SUS POSIBLES CONSECUENCIAS CATASTRÓFICAS
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dissabte, 6 de gener del 2018
BREVE RELATO. EL RECUERDO DE MERCÈ.
EL RECUERDO DE MERCÈ.
Dedicado a esos terrados de los viejos edificios del barrio gótico de Barcelona, en los que pasamos horas de nuestra infancia, entre arrullos de palomas, olor a ropa limpia recién tendida, tertulias de vecinas y algún que otro gato tumbado al sol... jugando, imaginando, soñando, creciendo... bajo el cielo mediterráneo de nuestra inmensa ciudad.
Esta es la historia de Mercè, silenciosa y solitaria, parecía andar de puntillas por el mundo. A Mercè le gustaba pasear. Pasear entre las nubes, hasta perderse en el cielo azul y sus esponjosas siluetas. Ensimismada y acompañada únicamente por el arrullo y aleteo de las grises palomas, emprendía largos viajes a no se sabe dónde. Subía al terrado del viejo edificio en el que vivía, en el que había nacido su madre, alzaba sus ojos y su mirada empezaba a vagar sin rumbo fijo, recorriendo claraboyas y tejados de los edificios colindantes y, de vez en cuando, sus ojos se posaban en alguna antena oxidada.
La ropa tendida en las gastadas cuerdas y agitada por el viento: enormes y resplandecientes sábanas blancas, camisas… alimentaban su imaginación y podían convertirse en enormes velas de embarcaciones gigantes que navegaban hacia tierra desconocida o en el escondite perfecto en el que poder aislarse del mundo real y encontrarse a solas consigo misma. En ese espacio de soledad, en el que se sentía libre y podía divisar la grandiosidad de su ciudad, era feliz.
Cuando en casa sobraba pan, a escondidas, lo cortaba minuciosamente en pequeños trocitos simétricos. De forma cuidadosa, los colocaba en el centro de una servilleta, cogía sus puntas, las anudaba y corría a regalárselas a las palomas que acudían a su cita diaria, procurando no desperdiciar ni una migaja. Éstas aguardaban en las viejas antenas e impacientes se lanzaban a sus manos, en cuanto la veían aparecer, casi sin dejar que se desplegaran las puntas de la servilleta. Las palomas picoteaban y picoteaban insaciables las minúsculas migajas que caían al suelo. Cuando ya no quedaba ni rastro de pan, emprendían con un ruidoso aleteo su vuelo.
A Mercè le gustaba coleccionar pequeños tesoros que encontraba: plumas, hojas secas que había arrastrado el viento y arremolinado en los rincones, ramitas con formas curiosas, tal vez, extraviadas por algún pájaro en la construcción de su nido, piedrecillas diminutas, semillas… pequeñas muestras de la escasa naturaleza que su entorno urbano le ragalaba. Cada pluma que encontraba, era objeto de un minucioso estudio. Sujetándola entre sus dedos, la levantaba y la miraba y remiraba a trasluz, observando cómo su suave textura filtraba los finos rayos de sol. Con delicadeza, pasaba su punta por la palma de su mano, por sus brazos, sintiendo un fino y agradable cosquilleo. Las iba atesorando en sus bolsillos hasta que éstos quedaban repletos y no cabía ni un alfiler más.
Y así, de puntillas, de esa forma tan peculiar que ella tenía de andar por la vida, abandonó su niñez, dejó de visitar su terrado, de coleccionar plumas, hojas, semillas, ramitas, piedrecillas... de dar de comer a las palomas, de imaginar veleros en alta mar navegando hacia tierras lejanas. De puntillas, transitó por la adolescencia, llegó a la madurez, cambió de casa, de ciudad, viajó por muchos países, aprendió muchos idiomas… pero a pesar de ello, seguía soñando con su terrado. Esa parcela de libertad en la que un día fue feliz. A pesar de su edad, de los años que habían transcurrido, Mercè sintió la necesidad de regresar. De regresar a su ciudad, a sus calles, a su casa, a su terrado, a sus juegos…
Y un día, regresó y reconoció su ciudad mucho más grande y transitada, sus calles mucho más estrechas y oscuras, la panadería de enfrente ya no existía, y su casa, que había cambiado la gran puerta de madera por una de aluminio más moderna y el pesado picaporte, en el que solía dar tres golpes secos, por unos timbres numerados. Y subió los desgastados escalones, uno a uno, hasta llegar a su terrado.
Y cuando abrió la puerta comprendió por qué había necesitado volver.
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