Lola vivía en una antigua casa de dos plantas, en pleno centro de una gran ciudad. Su aspecto, dejado y ennegrecido, hacía pensar que se trataba de una vieja casa abandonada, pero nada más lejos de la realidad. En su interior, se amontonaban cientos de objetos pertenecientes a otra época, a aquellos años de esplendor en que siempre estuvo abarrotada de familiares y amigos. Allí vivía, como única superviviente, en una realidad que sólo a ella le pertenecía.
Le gustaba levantarse pronto o muy tarde, salir a comprar a los puestos del mercado cuando todavía no estaban montados o cuando ya casi estaban cerrando, comer a media tarde o no comer y, recordar una y otra vez anécdotas de familia que todos escuchábamos atentos, viejas historias que ya habíamos oído, tantas y tantas veces, que nos las sabíamos de memoria. Solía sacar de su habitación un gastado álbum de fotografías en blanco y negro, pasaba sus hojas y se recreaba hablando del Citroen de su padre y los viajes de verano a la playa. Revivía con tanta intensidad aquellas historias que podía pasar de la risa al llanto en cuestión de segundos y nosotros con ella.
Dicen que los sabios atesoran conocimientos privilegiados sobre la vida y el hombre, fórmulas mágicas que alivian nuestros males y curan nuestras heridas; pues bien, yo estoy segura de que Lola pertenecía a ese tipo de personas. Gracias a ella aprendí que la sabiduría se alcanza con los años, a través de la experiencia que nos da la vida. Lola que era una mujer fuerte, que había superado muchos avatares, siempre tenía un inesperado y curioso remedio para mis pequeños males y para los no tan pequeños de todos los adultos que solían frecuentar su casa. Una cualidad de la que solía presumir, era que siempre llegaba tarde o excesivamente pronto, o simplemente no llegaba, a pesar de que sentía especial predilección por los relojes y su casa estaba abarrotada de todo tipo de ellos. Su percepción del tiempo obedecía única y exclusivamente a sus intereses y a su estado anímico.
Sorprendentemente ninguno de los muchos relojes de su colección funcionaba y, todos y cada uno de ellos, marcaban horas diferentes. Pasaba horas limpiándolos, sacándoles brillo y recordando cómo y de qué manera aquellos curiosos objetos llegaron a su vida. Un día, mi hermana y yo, siguiendo un inexplicable impulso infantil, decidimos poner en hora el Tempus Fujit de péndulo que colgaba de la pared del salón. Aprovechando que estaba cocinando, nos pusimos manos a la obra. Fácilmente logramos darle cuerda porque su minúscula llavecilla estaba guardada en el interior de su caja. Unas sonoras campanadas invadieron toda la casa y un tic tac incesante acabó con el silencio. Satisfechas de lo que habíamos logrado pasamos al viejo reloj de cuco de madera tallada. El tercer reloj que cayó en nuestras manos fue un despertador de latón de grandes números romanos. Así fuimos poniendo en hora todos los que pudimos. El tic tac desacompasado de todos ellos, por unos instantes, nos pareció la más maravillosa melodía del universo. Pero fue una fugaz ilusión, a los pocos segundos ella apareció y con una gran serenidad nos dijo unas palabras que siguen resonando en mi alma: “no hace falta que los pongáis en funcionamiento, el tiempo únicamente se mide con el corazón, si se acelera nosotros vibramos con él, si se adormece la vida deja de pertenecernos”.
El tiempo ha pasado, los años se llevaron a Lola y me hicieron comprender por qué quería explicarnos una y otra vez aquellas viejas historias que le hacían pasar de la risa al llanto. Ahora, al caer la tarde, en los días fríos, recuerdo a Lola, su casa, los curiosos remedios que daba a mis pequeños males, sus historias, sus fotografías… cómo era capaz de llenar de tanta, tanta vida, nuestro tiempo.