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dissabte, 7 de juliol del 2018

Cuando la belleza del paisaje es tan grande y despierta la emoción, nacen historias como esta.


Vista Alegre


A los que sienten que nuestros sentidos son el cordón umbilical que nos conecta al azul del cielo, a la calidez de la tierra, a la suavidad de la rosa… a la vida.



Mariola vive lejos del pueblo más cercano, en Vista Alegre, una vieja casa señorial que a pesar de los años sigue conservando la elegancia de tiempos pasados. Custodiada por altos pinos, entre tilos y plátanos, allí el tiempo parece detenerse y todo transcurre despacio, al ritmo que marca la naturaleza. La vida empieza al alba con el primer canto del gallo y se adormece cuando la luz del día va apagándose silenciosamente.


Un mirador amplio y luminoso corona la villa. Desde sus grandes cristaleras Mariola divisa todo el valle, sus ojos inquietos parecen perderse entre la espesa vegetación, entre las caprichosas nubes que navegan en el cielo azul. Desde allí, cree dominar todo un universo mágico e infinito.
En primavera el corazón de Mariola se acelera y parece recoger el rojo de las frágiles amapolas, el verde de los campos de trigo mecidos por el viento, el aroma a tomillo, romero, manzanilla y espliego, el trino de los jilgueros y petirrojos que alegres anuncian el cambio de estación.
En invierno, cuando los días se acortan y el frío encoge los cuerpos, la llama juguetona de la chimenea alimenta su imaginación y saca de lo más profundo de su corazón: los colores, las fragancias y los sonidos del campo, recogidos durante el buen tiempo y, entonces...  Mariola, nostálgica, recuerda la primavera.
Cuando el día despierta, abre la ventana y deja que el aire fresco de la mañana inunde su habitación. Respira hondo y lanza su fantasía para que viaje lejos, para que recorra los campos de los cerezos, de los almendros en flor y los caminos bordeados de pequeñas florecillas silvestres, en busca de inspiración.
El mirador de Vista Alegre está lleno de caballetes, cuadros, lienzos en blanco, pinturas, botes y pinceles. La mano de Mariola coge con soltura un pincel, lo impregna de pintura en su colorida paleta y con trazos dulces y armónicos llena los lienzos de mágicos colores que poco a poco crean paisajes de ensueño. Mariola pinta desde siempre, desde que tiene uso de razón. Pintar, llenar lienzos en blanco de los colores, de las fragancias y de los sonidos de la naturaleza es lo que más le gusta.
Los domingos por la mañana coge su caballete y sus cuadros, los coloca cuidadosamente en la vieja furgoneta y se dirige al mercadillo del pueblo más cercano. Allí, entre puestos de aromáticas plantas y especias, flores, frutas, antigüedades, libros de segunda mano y productos artesanos, Mariola monta su caballete, expone sus obras y pinta ante los ojos curiosos y atentos de los que pasan. Sus cuadros pronto van cogiendo fama, la gente se para a admirarlos, con solo contemplarlos durante  unos segundos es posible sentir la inmensidad del valle en el que se encuentra ubicada Vista Alegre, la profundidad de la mirada de Mariola que suavemente ha recogido la belleza de sus tonalidades y matices, de sus perfumes y melodías.
Pero una mañana al abrir la ventana, da rienda suelta a su fantasía y ésta viaja muy lejos, tan lejos que parece extraviarse más allá de la sierra que limita el valle. Mariola sueña con dejar el campo, con ir a la gran ciudad, con perderse entre la multitud, entre las luces de los llamativos escaparates y los anuncios de neón. El gusanillo de la curiosidad va creciendo en su interior; sabe de las grandes ciudades lo que ha leído en los libros, lo que ha visto en las películas, lo que le ha contado algún amigo… imagina una vida distinta.
Un día, guiada por la curiosidad, toma la decisión; prepara su maleta, su caja de pinturas, su caballete y se marcha a la gran ciudad, en busca de aventura, de una nueva inspiración.
Al principio Mariola observa con los ojos muy abiertos el ir y venir de las gentes, las brillantes luces de los escaparates y los carteles publicitarios; siente el nerviosismo, la prisa contagiosa de la ciudad y su tráfico ensordecedor.
Mariola se instala en un pequeño ático desde donde contempla la gran urbe, una amplia y larga avenida formada por manzanas de casas bien ordenadas. Mira hacia abajo, los coches ahora diminutos se mueven incesantemente, un escalofrío recorre su cuerpo.
Por la mañana se despierta temprano, cree escuchar el primer canto del gallo de Vista Alegre, un recuerdo que la llena de nostalgia. Mariola abre la ventana y como de costumbre, deja que el aire fresco inunde la habitación, observa cómo va amaneciendo y la gran ciudad va retomando su ritmo frenético. Respira hondo, de nuevo da rienda suelta a su fantasía, la misma que curiosa y atrevida la ha llevado hasta aquí; ésta viaja lejos, recorre las calles y avenidas de la ciudad en busca de nueva inspiración.

La pequeña estancia está llena de caballetes, lienzos en blanco, pinturas, botes y pinceles, pero la mano de Mariola no encuentra el impulso mágico para mezclar colores, para llenar los lienzos de trazos dulces y armónicos que vayan creando paisajes de ensueño.

Van pasando los días, Mariola pasea por las calles grises y transitadas de la gran ciudad, va buscando un rayo de sol que le quite el frío que recorre su cuerpo, siente la ausencia de las rojas amapolas, de los campos verdes de trigo, de los almendros y cerezos en flor, de las fragancias y melodías del valle, regalo de la primavera en Vista Alegre. Siente el peso de la soledad entre la multitud, una multitud que tiene demasiada prisa para compartir una sonrisa, una mirada, unas palabras…
Mariola en su pequeño ático, intenta pintar, pero sus cuadros ahora van perdiendo luz y color, los aromas y los sonidos del campo; ahora son más grises y sombríos, como las calles de la urbe, como los rostros de sus habitantes.

Una tarde, Mariola entra en una cafetería, necesita tomar algo caliente que le reconforte, que le acaricie el alma; se sienta en una pequeña mesa y pide un té, se frota las manos para quitarse el frío. Mientras espera que le sirvan, levanta la cabeza y observa, desde el otro extremo del local siente como un imán atrae con fuerza su mirada, un cuadro, un paisaje de ensueño.

Mariola reconoce sus pinceladas suaves, el rojo de las frágiles amapolas, el verde de los campos de trigo, las fragancias, los sonidos, las voces de Vista Alegre; su mirada fascinada y sorprendida viaja lejos, muy lejos, recobrando la luz y el calor de la primavera, ese impulso mágico que le hace pintar paisajes de ensueño.